Capítulo 4: El fuego que no se apaga
El sabor de tus labios aún estaba en los míos mientras el parque parecía desvanecerse a nuestro alrededor. Te aferrabas a mi mano, tus ojos brillando con una mezcla de complicidad y deseo. Sin pronunciar palabra, me guiaste por las calles desiertas, cada paso acompañado de miradas furtivas y roces intencionados que encendían aún más la tensión entre nosotros.
La brisa de la noche acariciaba nuestra piel, pero el calor que nos envolvía hacía que todo lo demás pareciera lejano. Cada movimiento, cada toque, parecía una invitación a ir más allá, un lenguaje silencioso que ambos entendíamos perfectamente.
Al llegar frente a la puerta de tu casa, te detuviste. La tenue luz del portal iluminaba tu rostro, resaltando la intensidad de tu mirada. Antes de que pudiera decir algo, me tomaste de la corbata, acercándome a ti con una sonrisa que era tanto un desafío como una promesa.
—¿Seguirás mi ritmo esta vez? —susurraste, tu aliento cálido rozando mi piel.
El roce de tus labios fue suave al principio, como si quisieras medir mi respuesta, pero rápidamente se convirtió en un beso profundo y lleno de urgencia. Me empujaste contra la puerta mientras tus manos recorrían mi cuerpo, dejando un rastro de fuego en cada lugar que tocaban.
La cerradura sonó con un clic, y ambos entramos, aún entrelazados en ese baile frenético de besos y caricias. La puerta se cerró tras nosotros, pero el mundo ya había desaparecido desde mucho antes.
Tus manos guiaron las mías a tu cintura, deslizándolas hacia arriba, mientras te apartabas lo justo para mirarme a los ojos. Había algo en esa mirada, una mezcla de control y deseo que me hizo estremecer.
—Espero que estés listo para lo que viene —susurraste, con una seguridad que me dejó sin palabras.
Te moviste con una gracia calculada, llevándome hacia la sala. Cada paso parecía parte de una coreografía diseñada para enloquecerme. El sofá quedó atrás, y cuando llegamos a tu habitación, el ambiente cambió por completo. La penumbra suave, las sombras bailando en las paredes, y el silencio solo interrumpido por nuestras respiraciones aceleradas.
Nuestros cuerpos se encontraron de nuevo, más cerca, más necesitados. Cada caricia era una promesa, cada beso una declaración. Tu piel contra la mía era una sinfonía de sensaciones, y cuando nuestras miradas se cruzaron, supe que esta noche apenas comenzaba.
El tiempo parecía detenerse mientras el calor entre nosotros aumentaba. Mis manos exploraban tu cuerpo, tus gemidos apenas contenidos eran la melodía que marcaba nuestro ritmo.
La noche se desplegaba ante nosotros como un lienzo en blanco, lleno de posibilidades infinitas. El deseo era tangible, casi eléctrico, y mientras nuestros cuerpos se entrelazaban, una idea se formó en mi mente: esto era solo el preludio de algo mucho más grande, algo que ni tú ni yo queríamos apresurar.
Finalmente, con un beso que parecía eterno, nuestras respiraciones comenzaron a calmarse. Tus dedos dibujaron círculos lentos sobre mi pecho, pero la chispa en tus ojos me decía que aún no habías terminado.
—No sé si te daré tregua esta noche —dijiste con una sonrisa pícara, antes de inclinarte para susurrarme al oído—. Pero no creo que quieras que lo haga.
La oscuridad nos envolvió de nuevo mientras nuestros labios se encontraban una vez más, marcando el inicio de una noche que prometía no tener fin.
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